Cuentan los cronistas de la época que cuando el pintor sevillano Diego Velázquez concluyó en 1.657 el cuadro de las Hilanderas, la obra causó enorme admiración, pues era absolutamente perfecta. El lienzo estaba terso, los colores eran nítidos y brillantes. La escena de las mujeres hilando tenía tal realismo que hasta se percibía en la tela el aire de la estancia. El paso de los años, sin embargo, fue deteriorando la pintura. La luz y el polvo fueron velando los colores. El lienzo se oscureció, fue resquebrajándose y perdiendo consistencia e incluso fueron apareciendo pequeños desconchones.
Como consecuencia de todo ello, hace unos pocos años el cuadro hubo de ser restaurado. El lienzo fue reentelado para darle solidez. Fue limpiado, recuperando la primitiva brillantez de los colores. Y fue reintegrado allí donde se había producido pérdida de pintura. Después de esta tarea delicada, apareció la obra en todo su esplendor, tal y como salió de las manos del artista. El cuadro había sido restaurado, renovado, recreado, convertido a su primitiva belleza. Restauración, renovación, recreación y conversión son palabras que describen de forma muy ajustada el espíritu de la Cuaresma, cuya quinta semana iniciamos en este domingo.
Como el cuadro de Velázquez, cada uno de nosotros después de nuestro bautismo, fuimos una obra perfecta salida de las manos de Dios. En el bautismo fuimos incorporados a Cristo y recibimos la gracia santificante que nos hizo hijos de Dios, miembros de su familia y partícipes de su naturaleza divina. Nos convertimos además en templos de la Santísima Trinidad, que vino a habitar en nosotros.
Con el paso del tiempo, sin embargo, ese cuadro ideal se fue deteriorando. A lo largo de nuestra vida de adultos, nuestra alma fue perdiendo su belleza originaria, su primitiva tersura y perfección. Los pecados veniales oscurecieron la belleza de la gracia divina y hasta es posible que el pecado mortal habitual haya entenebrecido completamente las entretelas de nuestra alma, quebrando totalmente el cuadro de la presencia de la Santísima Trinidad en nosotros.
Por todo ello, nuestra Madre la Iglesia, sitúa cada año en el corazón del año litúrgico el tiempo de Cuaresma, en el que nos invita a la renovación, a la conversión, a la restauración de nuestra vida cristiana. "Restáuranos, Señor, con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas". Esta era la oración con la que iniciábamos la Eucaristía hace dos domingos y ésta debe ser también nuestra petición al Señor a lo largo de esta semana: "Conviértenos a Tí, Dios, Salvador nuestro"; "crea en nosotros un corazón nuevo". Efectivamente, Él es quien nos tiene que convertir. Él es quien nos tiene que restaurar por dentro. Él es que tiene que renovar y robustecer nuestra fe débil, mortecina y vacilante para que dé frutos de santidad y de vida eterna.
El evangelio de este domingo nos refiere la resurrección de Lázaro (Jn 11, 1-45). La catequesis catecumenal llega hoy a su culmen. A los signos del agua y de la luz de los domingos precedentes, hoy se añade la vida. El prodigio obrado por Jesús en Betania es una promesa firme de nuestra futura resurrección. "Yo soy la resurrección y la vida: -dice Jesús a Marta- el que cree en mí… no morirá para siempre". Pero esta consoladora certeza, no agota el mensaje de Jesús en casa de Lázaro. "En Él estaba la vida", nos dice San Juan (Jn 1,4). Él es el camino la verdad y la vida también ahora, en nuestra peregrinación terrena (Jn 14,6). Él ha venido para que tengamos vida y vida abundante (Jn 10,10), la vida que nos permite dar fruto si permanecemos unidos a Él como el sarmiento que permanece unido a la vid (Jn 15,1-7). Esa vida es la gracia santificante, que nos fue merecida por Jesús de una vez para siempre en la Cruz y que entregó a la Iglesia para que la distribuya y aplique a los hombres de todos los tiempos a través de los sacramentos. Sin ella estamos muertos en el orden sobrenatural. Ella es nuestra mayor riqueza, lo único necesario, el rasgo definitorio de nuestra identidad cristiana, lo único por lo que merece la pena luchar, vigilar, sufrir y hasta morir, como han hecho los santos.
La liturgia de este domingo nos invita a estimar la vida divina en nosotros y a vivirla en plenitud; a luchar contra el pecado venial, que vela en nosotros la imagen de Dios; a luchar sobre todo contra el pecado mortal, que la destruye totalmente. Volvamos al Señor y renovemos la gracia bautismal. Dejemos que Él restaure en nosotros la condición filial en este tiempo de gracia y salvación. Para ello contamos con el sacramento de la penitencia, que todos debemos redescubrir, recuperar y estimar como camino de conversión, de reconciliación con Dios, con la Iglesia y con nuestros hermanos, segundo Bautismo, sacramento de la paz, de la alegría y del encuentro con Dios.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina, Arzobispo de Sevilla
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