El sacramento del Matrimonio.-(II)-
En el sacramento del matrimonio Cristo da una gracia
propia que “está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer
su unidad indisoluble. Por medio de esta gracia se ayudan mutuamente a
santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y en la educación
de los hijos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1641).
Con estos presupuestos, podemos decir que en el
matrimonio, en la familia que se origina, la creación primigenia queda
entroncada con la nueva creación, y hace posible que los hijos de los hombres
de la primera creación, se conviertan en hijos de Dios en Cristo, de la
segunda creación.
No sin un sentido lleno de misterio, la
venida de Cristo a la tierra tiene lugar en el seno de una familia; y el primer
milagro de su vida pública en la tierra acontece en la celebración de unas
bodas.
El cristiano descubre que el matrimonio, y la familia
que en el matrimonio se origina y se fundamenta, no puede ser tratada
sencillamente como una cédula de la sociedad, como una parte dentro de un
conjunto que el hombre estructura y organiza, de acuerdo con una serie de
necesidades naturales. O sea, cualquier visión meramente sociológica de la
familia, no descubre la verdadera, variada y rica realidad humana y
sobrenatural que es la familia.
La familia es el ámbito personal del desarrollo humano
y espiritual del hombre. El sacramento del Matrimonio confiere a los cónyuges
la gracia de acompañar a sus hijos también en su desarrollo como hijos
de Dios en Cristo.
Ahora es necesario que
nos preguntemos qué significa –y qué lleva consigo- que el matrimonio sea un
Sacramento: o sea, qué añade a la realidad natural del matrimonio su realidad
sacramental.
Recordemos, para
comenzar, la definición de Sacramento: “un signo sensible instituido por
Nuestro Señor Jesucristo, que produce la gracia”. Y Gracia es: “una cierta
participación en la naturaleza divina”.
En otras palabras, el matrimonio, al ser
Sacramento, sin dejar de ser una realidad humano-natural se convierte en
realidad humano-divina. Sin dejar de ser una realidad que afecta principalmente
a los contrayentes y a su futura familia, al recibir la realidad sacramental,
hace posible que Dios encuentre el cauce adecuado para hacerse visible, en la
actividad de la familia.
Vemos así la doble
realidad, natural y sacramental, del matrimonio. La realidad natural está
patente y clara a los ojos de cualquiera: un hombre, una mujer que deciden unir
sus vidas,
todo su existir, entregándose el uno a la
otra, y la una al otro, en cuerpo y en alma.
Y en esa decisión
aceptan unas condiciones fundamentales para que esa unión pueda ser, también y
a la vez, Sacramento: la unión: la unidad, la indisolubilidad, la apertura a la
vida.
“El amor y la entrega
total de los esposos, con sus notas peculiares de exclusividad, fidelidad,
permanencia en el tiempo y apertura a la vida, está en la base de esa comunidad
de vida y amor que es el matrimonio”
“El matrimonio, elevado
por Cristo a la altísima dignidad de sacramento, confiere mayor esplendor y
profundidad al vínculo conyugal, y compromete con mayor fuerza a los esposos
que, bendecidos por el Señor de la alianza, se prometen fidelidad hasta la
muerte en el amor abierto a la vida” (Benedicto XVI).
Esta exigencia de vida
cristiana que comporta la realidad sacramental del Matrimonio, puede parecer a
veces, y en algunas circunstancias, una carga difícil de llevar. ¿Cómo
encontrar las fuerzas para vivir esa fidelidad, esa indisolubilidad, esa
apertura a la vida?
Juan Pablo II recuerda a
los esposos: “¡No tengáis miedo de los riesgos! ¡La fuerza divina es mucho más
potente que vuestras dificultades! Inmensamente más grande que el mal, que
actúa en el mundo, es la eficacia del sacramento de la Reconciliación (…) Mucho
más incisiva que la corrupción presente en el mundo es la energía divina del
sacramento de la Confirmación (…) Incomparablemente más grande es, sobre todo,
la fuerza de la Eucaristía”.
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