¿Quién es el Espíritu Santo?
No es extraño encontrar cristianos creyentes,
y hasta fervorosos, que podrían con toda verdad hacer suya la respuesta de los
discípulos a san Pablo en su tercer viaje a Éfeso: “Ni siquiera
hemos oído decir que haya Espíritu Santo”. (Hch. 19, 2).
Afirmamos nuestra fe en la Trinidad Beatísima,
un solo Dios verdadero en tres Personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu
Santo. El Espíritu Santo es, por tanto, “una de las Personas de Santísima
Trinidad, consubstancial al Padre y al Hijo, ‘que con el Padre y el Hijo recibe
una misma adoración y gloria’ ” (Catecismo de la Iglesia Católica, n.
685).
Aun conscientes de que el Espíritu Santo es
Dios, como es Dios el Padre, como es Dios el Hijo, la relación con la tercera
Persona de la Trinidad nos resulta a veces menos familiar. “Por desgracia
–recuerda José María Escrivá- el Paráclito (el Espíritu Santo) es, para algunos
cristianos, el Gran Desconocido: un nombre que se pronuncia, pero no es Alguno
–una de las tres Personas del único Dios-, con quien se habla y de quien se
vive” (Es Cristo que pasa, n. 134).
¿Por qué?
En el Nuevo Testamento, el Espíritu Santo se
ha presentado bajo diferentes figuras: como lenguas de fuego, en Pentecostés; y
antes, como paloma, en el Bautismo del Señor. El Espíritu Santo no “se hace
hombre” como Jesucristo, la segunda Persona de la Trinidad, y por eso nunca le
vemos en figura humana. Esto nos puede inducir a tratarle menos, y quizá,
también, a no dirigirnos con frecuencia a Él, porque consideremos que nos es
menos asequible. Los seres humanos estamos preparados para tratar con cosas,
seres y personas tangibles, y no con lo que en el lenguaje popular llamamos espíritus.
Al anunciar a los apóstoles, a todos los
discípulos, la venida del Espíritu Santo, Jesucristo les dice:
“Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito
–Consolador-, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la
verdad, que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros lo
conocéis, porque vive con vosotros y está en vosotros, y os enseñará todo
lo que yo os he dicho” (Jn 14, 16-17 y 24).
Cuando Jesucristo anuncia a los apóstoles que
les enviará el Espíritu Santo, puede parecer
que el Don
divino será recibido exclusivamente
por ellos. Juan Pablo II sale al paso de esa posible interpretación
reductora, y aclara que “en la comunidad unida en la oración, además de los
Apóstoles, estaban igualmente presentes otras personas, varones y también mujeres (…) la presencia de las mujeres en el Cenáculo de Jerusalén durante la preparación
de Pentecostés y el nacimiento de la Iglesia reviste una especial importancia.
Varones y mujeres, simples fieles, participaban en el acontecimiento entero
junto a los Apóstoles, y en unión con ellos. Desde el inicio, la Iglesia
es una comunidad de apóstoles y discípulos, tanto varones como mujeres”
(Audiencia General, 21-VI-89).
Los apóstoles entendieron plenamente esta realidad,
y los Hechos de los Apóstoles recogen numerosos pasajes en los que
mismos apóstoles ponen las manos sobre tantos discípulos y todos reciben el
Espíritu Santo.
¿Qué misión tiene el Espíritu Santo en la
persona creyente?
Podemos resumir esta misión del Paráclito con
dos frases:
a) injertarnos en Cristo, para que la vida de
Cristo sea nuestra vida; hacer que nazca en nosotros la nueva vida de hijos de
Dios en Cristo Jesús. Ese nacimiento es la obra de los sacramentos, y muy
especialmente del Bautismo -que hace al cristiano “partícipe de la
naturaleza divina” (Catecismo, n. 1265) y de la Confirmación;
b) ayudar al cristiano a desarrollar esa vida
divina, que se manifestará en una nueva Fe, una nueva Esperanza, una nueva
Caridad. Y que será posible por el asentamiento en nuestro espíritu de los
Dones del Espíritu Santo; y que se manifestará en acciones concretas que se
corresponden a los Frutos del Espíritu Santo en nuestra alma.
Así lo expresa el Catecismo de la Iglesia
Católica.
“’Justificados en el nombre del Señor
Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios’, ‘santificados y llamados a ser
santos’, los cristianos se convierten en ‘el templo del Espíritu Santo’. Ese
Espíritu del Hijo les enseña a orar al Padre y, haciéndose vida en ellos, les
hace obrar para dar los ‘frutos del Espíritu’ por la caridad operante. Sanando
las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente mediante
una transformación espiritual, nos ilumina y nos fortalece para vivir como
‘hijos de la luz’, por la bondad, la justicia y la verdad’ en todo” (n. 1695).
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Cuestionario
-¿Rezo alguna vez al
Espíritu Santo pidiéndole que me aumente la Fe, la Esperanza, la Caridad?
- Ante el Sagrario,
¿recuerdo con frecuencia que soy hijo de Dios en Cristo Jesús?
-Al rezar el Padrenuestro,
¿soy consciente de que el Espíritu Santo está en mí?
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