domingo, 19 de mayo de 2013

CULTOS AL SANTISIMO SACRAMENTO







REFLEXIONES SOBRE LA FE. ESPIRIT SANTO: DIOS CON NOSOTROS, EN NOSOTROS





¿Quién es el Espíritu Santo?
No es extraño encontrar cristianos creyentes, y hasta fervorosos, que podrían con toda verdad hacer suya la respuesta de los discípulos a san Pablo en su tercer  viaje a  Éfeso: “Ni siquiera hemos oído decir que haya Espíritu Santo”. (Hch. 19, 2).
Afirmamos nuestra fe en la Trinidad Beatísima, un solo Dios verdadero en tres Personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Espíritu Santo es, por tanto, “una de las Personas de Santísima Trinidad, consubstancial al Padre y al Hijo, ‘que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria’ ” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 685).
Aun conscientes de que el Espíritu Santo es Dios, como es Dios el Padre, como es Dios el Hijo, la relación con la tercera Persona de la Trinidad nos resulta a veces menos familiar. “Por desgracia –recuerda José María Escrivá- el Paráclito (el Espíritu Santo) es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido: un nombre que se pronuncia, pero no es Alguno –una de las tres Personas del único Dios-, con quien se habla y de quien se vive” (Es Cristo que pasa, n. 134).
¿Por qué?
En el Nuevo Testamento, el Espíritu Santo se ha presentado bajo diferentes figuras: como lenguas de fuego, en Pentecostés; y antes, como paloma, en el Bautismo del Señor. El Espíritu Santo no “se hace hombre” como Jesucristo, la segunda Persona de la Trinidad, y por eso nunca le vemos en figura humana. Esto nos puede inducir a tratarle menos, y quizá, también, a no dirigirnos con frecuencia a Él, porque consideremos que nos es menos asequible. Los seres humanos estamos preparados para tratar con cosas, seres y personas tangibles, y no con lo que en el lenguaje popular llamamos espíritus.
Al anunciar a los apóstoles, a todos los discípulos, la venida del Espíritu Santo, Jesucristo les dice:
“Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito –Consolador-, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros lo conocéis, porque vive con vosotros y está en vosotros, y os  enseñará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 16-17  y 24).
Cuando Jesucristo anuncia a los apóstoles que les enviará el Espíritu Santo, puede parecer  que  el  Don  divino  será recibido exclusivamente por ellos.  Juan Pablo II sale al paso de esa posible interpretación reductora, y aclara que “en la comunidad unida en la oración, además de los Apóstoles, estaban igualmente presentes otras personas, varones y también  mujeres  (…) la  presencia  de  las  mujeres  en el Cenáculo de Jerusalén durante la preparación de Pentecostés y el nacimiento de la Iglesia reviste una especial importancia. Varones y mujeres, simples fieles, participaban en el acontecimiento entero junto a los Apóstoles, y en unión con ellos. Desde el inicio, la Iglesia es una comunidad de apóstoles y discípulos, tanto varones como mujeres” (Audiencia General, 21-VI-89).
Los apóstoles entendieron plenamente esta realidad, y los Hechos de los Apóstoles recogen numerosos pasajes en los que mismos apóstoles ponen las manos sobre tantos discípulos y todos reciben el Espíritu Santo.
¿Qué misión tiene el Espíritu Santo en la persona creyente?
Podemos resumir esta misión del Paráclito con dos frases:
a) injertarnos en Cristo, para que la vida de Cristo sea nuestra vida; hacer que nazca en nosotros la nueva vida de hijos de Dios en Cristo Jesús. Ese nacimiento es la obra de los sacramentos, y muy especialmente del Bautismo  -que hace al cristiano “partícipe de la naturaleza divina” (Catecismo, n. 1265) y de la Confirmación;
b) ayudar al cristiano a desarrollar esa vida divina, que se manifestará en una nueva Fe, una nueva Esperanza, una nueva Caridad. Y que será posible por el asentamiento en nuestro espíritu de los Dones del Espíritu Santo; y que se manifestará en acciones concretas que se corresponden a los Frutos del Espíritu Santo en nuestra alma.
Así lo expresa el Catecismo de la Iglesia Católica.
“’Justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios’, ‘santificados y llamados a ser santos’, los cristianos se convierten en ‘el templo del Espíritu Santo’. Ese Espíritu del Hijo les enseña a orar al Padre y, haciéndose vida en ellos,  les hace obrar para dar los ‘frutos del Espíritu’ por la caridad operante. Sanando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente mediante una transformación espiritual, nos ilumina y nos fortalece para vivir como ‘hijos de la luz’, por la bondad, la justicia y la verdad’ en todo” (n. 1695).
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Cuestionario

-¿Rezo alguna vez al Espíritu Santo pidiéndole que me aumente la Fe, la Esperanza, la Caridad?
- Ante el Sagrario, ¿recuerdo con frecuencia que soy hijo de Dios en Cristo Jesús?
-Al rezar el Padrenuestro, ¿soy consciente de que el Espíritu Santo está en mí?

LA FIESTA DE PENTECOSTES




La fiesta de pentecostés originalmente se denominaba “fiesta de las semanas” y tenía lugar siete semanas después de la fiesta de los primeros frutos (Lv. 23: 15-21; Dt. 1: 69). Las siete semanas representaban cincuenta días; de ahí el nombre de Pentecostés (cincuenta) que recibió más tarde. Según Ex. 34: 22 se celebraba al término de la cosecha de la cebada y antes de comenzar la del trigo; era una fiesta movible pues dependía de cuándo llegaba cada año la cosecha, pero tendría lugar casi siempre durante el mes judío de Siván, equivalente a nuestro Mayo/Junio. En su origen tenía un sentido fundamental de acción de gracias por la cosecha recogida, pero pronto se le añadió un sentido histórico: se celebraba en esta fiesta el hecho de la alianza y el don de la ley
Es en este marco de esta fiesta judía, que el autor del libro de los Hechos coloca la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles (Hch. 2: 1.4). Es a partir de este gran acontecimiento, Pentecostés se convertiría también en la fiesta cristiana de gran trascendencia (Hch. 20: 16; 1 Cor. 1: 68).
Sin embargo, PENTECOSTÉS, es algo más que la venida del espíritu. La fiesta de Pentecostés es una de las celebraciones más importantes del calendario litúrgico, después de la Pascua. En el Antiguo Testamento era la fiesta de la cosecha y, posteriormente, los israelitas, la unieron a la Alianza en el Monte Sinaí, cincuenta días después de la salida de Egipto.
Aunque durante mucho tiempo, debido a su importancia, esta fiesta fue llamada por el pueblo segunda Pascua, la liturgia actual de la Iglesia, si bien la mantiene como máxima solemnidad después de la festividad de Pascua, no pretende hacer un paralelo entre ambas, muy por el contrario, busca formar una unidad en donde se destaque Pentecostés como la conclusión de la cincuentena pascual. Vale decir como una fiesta de plenitud y no de inicio.
En este sentido, Pentecostés, no es una fiesta autónoma y no puede quedar sólo como la fiesta en honor al Espíritu Santo. Aunque lamentablemente, hoy en día, son muchísimos los fieles que aún tienen esta visión parcial, lo que lleva a empobrecer su contenido.
Hay que insistir que, la fiesta de Pentecostés, es el segundo domingo más importante del año litúrgico en donde los cristianos tenemos la oportunidad de vivir intensamente la relación existente entre la Resurrección de Cristo, su Ascensión y la venida del Espíritu Santo.
Es bueno tener presente, entonces, que todo el tiempo de Pascua es, también, tiempo del Espíritu Santo, Espíritu que es fruto de la Pascua, que estuvo en el nacimiento de la Iglesia y que, además, siempre estará presente entre nosotros, inspirando nuestra vida, renovando nuestro interior e impulsándonos a ser testigos en medio de la realidad que nos corresponde vivir.
Invoquemos, una vez más, al Espíritu Santo para que nos regale sus dones y su fuerza y, sobre todo, nos haga fieles testigos de Jesucristo, nuestro Señor.

Pentecostés en la Biblia

Hechos de los Apóstoles 2: 1-11
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido, semejante a un viento impetuoso, y llenó toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas como de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos. Todos quedaban llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo los movía a expresarse. Se hallaban por entonces en Jerusalén judíos piadosos venidos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron estupefactos, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Todos, atónitos y admirados, decían:

- ¿No son galileos todos los que hablan? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua materna? Partos, medos, elamitas y los que viven en Mesopotamia, Judea y Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y la parte de Libia que limita con Cirene, los forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las grandezas de Dios.

1Corintios 12: 3b-7.12.13

Por eso os hago saber, que nadie que hable movido por el Espíritu de Dios puede decir: “Maldito sea Jesús”. Como tampoco nadie puede decir: “Jesús es Señor”, si no está movido por el Espíritu Santo.

Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de actividades, pero uno mismo es el Dios que activa todas las cosas en todos. A cada cual se le concede la manifestación del Espíritu para el bien de todos.

Del mismo modo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, por muchos que sean, no forman más que un cuerpo, así también Cristo. Porque todos nosotros, judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos recibido un mismo Espíritu.

Romanos 8: 8-17

Así pues, los que viven entregados a sus apetitos no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no vivís entregados a tales apetitos, sino que vivís según el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo. Ahora bien, si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo esté sujeto a la muerte a causa del pecado, el espíritu vive por la fuerza salvadora de Dios. Y si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos hará revivir vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros.

Por tanto, hermanos, estamos en deuda, pero no con nuestros apetitos para vivir según ellos. Porque si vivís según ellos, ciertamente moriréis: en cambio, si mediante el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis. Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Pues bien, vosotros no habéis un Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y nos permite clamar: “Abba”, es decir, “Padre”. Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, toda vez que, si ahora padecemos con Él, seremos también glorificados con Él.

Juan 14: 15-16. 23b-26

Si me amáis, obedeceréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre para os envíe otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros.
Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él.
Por el contrario, el que no guarda mis palabras, es que no me ama. Y las palabras que escucháis no son mías, sino del Padre, que me envió.

Juan 20: 19-23

Aquel mismo domingo, por la tarde, estaban reunidos los discípulos en una casa con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo:
- La paz esté con vosotros.
Y les mostró las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús les dijo de nuevo:
- La paz esté con vosotros.
Y añadió:
- Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros.
Sopló sobre ellos y les dijo:
- Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengáis, Dios se les retendrá.